Una
constante en la historia del poder ha sido elaborar teorías que lo
justifiquen, nunca por uno mismo, por egoísmo, sino siempre por el bien
de los demás: el pueblo, los fieles, la patria, la nación; o una lucha
por los ideales, los valores, las tradiciones, la fe. Siempre hay un
pretexto para detentar el poder y siempre se pretende que es en nombre y
por bien de alguien más.
Quizás
el primero en romper ese mito fue Maquiavelo, y planteó una verdad
inobjetable, pero tan estruendosa en su tiempo que hasta hoy su nombre
es sinónimo de maldad y conspiración: lo maquiavélico. El autor
simplemente se atrevió a señalar que no se tiene el poder por los demás
sino por uno mismo, y que todo es válido siempre que vaya encaminado a
conservar el poder.
A
partir de él, varios autores y filósofos se ocuparon de la política y
justificaron diversos regímenes, desde el absolutismo real hasta la
República, desde el totalitarismo hasta la democracia. Varias
revoluciones se pelearon y miles de litros de sangre fueron derramados
enarbolando banderas e ideales para que unos pocos se encumbraran. Los
liderazgos cambiaron, las masas siguieron oprimidas.
Desde
el siglo XIX el tema del control se hace más complicado, ya que por
primera vez en la historia los grandes líderes se enfrentaron a la
sociedad de masas, y fue necesario crear herramientas para someter a esa
sociedad. La sociedad de masas, resultante de la era industrial, tenía
mayor capacidad que nunca de arrebatar el poder y los medios de
producción a sus dueños. Más que nunca era necesario el control, ante
todo, de las mentes, de las ideas; más que nunca se hizo necesario, ya
para el siglo XX, inventar ideologías, discursos que tengan a un pueblo
deseoso incluso de matarse por un supuesto ideal.
Esto
no cambia; desde el Tío Sam y su dedo señalador reclutando jóvenes para
la Gran Guerra de Europa, pasando por los fascismos de Europa Central,
hasta llegar al conflicto ideológico por excelencia en la segunda mitad
del siglo XX; el comunismo contra el capitalismo: la Guerra Fría.
En
la Guerra Fría, dos grandes superpotencias quedaron enfrentadas por el
dominio mundial y representaban discursos ideológicos radicalmente
opuestos; el capitalismo liberal norteamericano contra el comunismo
estalinista de la Unión Soviética. El mundo libre contra la dictadura
opresora, el individualismo contra una sociedad mecanizada, y en
resumen, desde el punto de vista de occidente: los buenos contra los
malos. En realidad, centenares de millones de seres humanos eran
enemigos unos de otros por los mezquinos intereses de unos cuantos.
De
la Unión Soviética se construyeron todo tipo de rumores desde el fin
de la Segunda Guerra hasta la caída de este imperio en 1991. El mundo
occidental vivía atemorizado de los rusos y su maldad natural. Eran
comunistas, ateos, perversos, querían conquistar el mundo y destruirlo,
tenían pacto con el diablo, eran la maldad encarnada y se comían crudos a
los niños. Si, parece broma, pero esto y más se dijo sobre los
soviéticos a lo largo de la Guerra Fría, y para que el impacto fuera en
verdad terrible, se les bautizó con nuevo nombre que no dejaba lugar a
dudas: el Imperio del Mal.
De
forma prácticamente religiosa se satanizó a la URSS al grado de
convertirla en la culpable de todos los males del mundo. Ellos causaban
las guerras, patrocinaban el terrorismo, exportaban la revolución,
derrocaban regímenes justos y ante todo, tenían al mundo al borde del
holocausto nuclear. El pánico irracional de una Tercera Guerra Mundial
entre las dos potencias, donde el poderío de su arsenal nuclear
destruyera el planeta estuvo latente: la Guerra de Corea, la Crisis de
los Misiles, la Invasión de Afganistán…, en cada uno de estos momentos
los pueblos del mundo libre, informados por sus medios de comunicación,
vivieron al borde del colapso y entre crisis nerviosas, con una visión
sombría del futuro, ante la inevitable espera de que algún soviético
loco “apretara el botón”.
Pero
en 1989 cayó el muro de Berlín y con él toda la cortina de hierro que
mantenía aislados del mundo a los países de Europa del Este. En 1992
quedó desmantelada oficialmente la Unión Soviética y terminó con ello la
Guerra Fría. Pero lo más importante es que los buenos habían ganado,
triunfaba la libertad y el mal podía ser erradicado del mundo.
Pero
las guerras siguieron, el terrorismo se intensificó, los conflictos
aumentaron, las amenazas se multiplicaron, la paz se vio más amenazada
que nunca…, y no estaba ahí la Unión Soviética para ser culpable de los
males que azotaban a la humanidad y liderar a las huestes del mal. De
esta forma, los Estados Unidos se dieron a la tarea de buscar y fabricar
un nuevo enemigo, y no hubo mejor candidato que los musulmanes: viven
en Medio Oriente, la gran masa del mundo occidental no sabe nada sobre
ellos, usan ropas extrañas, profesan una religión desconocida de este
lado del planeta, y eso los vuelve candidatos idóneos para envolverlos
en un halo de fanatismo, intolerancia y terrorismo.
En
1991, meses antes de que cayera la URSS, George H.W. Bush invadía Irak y
los medios occidentales nos aterrorizaban ante el evidente poderío del
líder árabe, el tercer Anticristo; el nuevo enemigo ya estaba
construyéndose. Se consolidó diez años después, un 11 de septiembre y
con otro Bush al mando. El nuevo mundo sin soviéticos, sin dictadura
comunista y sin Muro de Berlín, resultó igual o peor que el anterior.
Todo cambió, pero todo siguió igual. Todo es ilusión excepto el poder.
Juan Miguel Zunzunegui
Fuente: La Caverna
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